Este proyecto en colaboración con Miguel Ángel Aragonés se construyó en Acapulco con pocos recursos, materiales austeros y mano de obra de esa zona. La edificación trata de guardar la escala humana. En ocasiones estrecha, reducida, en diálogo o contraste con grandes alturas; rincones donde sólo caben dos personas, espacios muy íntimos que cubren y protegen a los huéspedes. En este hotel todo el tiempo cabe el asombro y no hay manera de no observar cada lugar, no hay forma de distraerse: áreas comunes, espacios privados, todos ellos creados para El Encanto. Es también un gran laberinto cuyas salidas se abren y rematan en el océano.
Es un juego donde todo fue creado para generar una continua pulsión por el mar; para hacer que quienes lo habiten, busquen y encuentren la salida, lleguen siempre a él con la mirada, la obra arquitectónica siempre es mejor cuando predomina la economía y se transmite el mayor contenido con el menor número de materiales. Decir más, con menos: nada más ecológico y sustentable que eso. La parte física es la medible y la parte subjetiva se ocupa de la parte espiritual, no tangible. Las dos tienen la misma relevancia y debe lograrse su sintonía.
Un arquitecto que sólo atiende a la parte emocional, vuelve su obra una especie de escultura, y esto tiene más que ver con un ejercicio plástico. Es muy tentador para cualquier arquitecto sentirse artista, pero más bien somos ese híbrido que tiene que aterrizar, tomar en cuenta los requerimientos específicos de quienes van a habitar el espacio que creamos; y con esto me refiero concretamente a necesidades espirituales, físicas y económicas. Sin esos valores, la arquitectura fácilmente se diluye. Eficiencia en el uso los materiales, aprovechamiento de todos los recursos, materiales pertinentes a una construcción, es la parte cuantificable, objetiva, que no puede perderse de vista, por más creativa o por más artística que quiera ser la arquitectura.